Katty Giraldo (Medellín, Colombia)

Licenciada en Comunicación Social–Periodismo por la Universidad Pontificia Bolivariana. Desde hace 22 años reside en España con su familia.

Finalista en las dos últimas convocatorias, junto a otros compañeros de academia, del libro de los alumnos del taller (Fuentetaja) con sus relatos: 

  • El Caminante (Publicado en el recopilatorio “Conjunta-mente”, ediciones y talleres de escritura creativa fuentetaja, 2017)
  • El Espantapájaros (Pendiente de publicación durante 2023) 

Otros relatos finalistas:

  • Cuando cae la nieve (V Concurso Historias de Familia, 2018)
  • Desde la Frontera (II Concurso Historias del Viaje, 2017)

Ambos pertenecientes al Club de escritura Fuentetaja. 
Acaba de terminar el borrador de la que será su primera novela: “La Tierra Naranja”. 


La Semana Santa según el Poblado de Dubbel

Era un viernes cuando la lluvia impregnó la tierra de Dubbel, un pequeño pueblo pesquero enclavado en las orillas del mar Caribe. Las lluvias eran poco frecuentes y de los huracanes apenas se tenían noticias. El sol que caía todos los días sobre la arena blanca que actuaba como un espejo, haciendo que la piel de los lugareños sufriera la fuerza de sus rayos. El negro era un color prohibido porque absorbía la luz y los pobladores debían salir de casa con trajes blancos que cubrieran todo su cuerpo, así los grandes sombreros de paja se convirtieron en necesarios. La mayoría de las veces los habitantes parecían estar atrapados por un halo luminoso. 

En esa insólita mañana de lluvia y de sol nacieron dos niñas: una blanca como los dientes del jaguar antes de atacar y los ojos del color de las violetas; la otra, de piel cetrina como las sombras que refleja el sol sobre la arena y ojos amarillos, más propios de un lobo que de una niña. Eran las hijas de Matilda, una antigua curandera del pueblo, a la que los años y la tenacidad la hicieron madre, bastante mayor para esos menesteres decían muchos, y otros pocos entendían que a sus cincuenta años aún podía ser fértil como la tierra de sus ancestros. Del padre de las criaturas nada se sabía y las especulaciones eran la comidilla del lugar. Matilda miraba a las recién nacidas y recordaba la frase de su abuela: “Pueblo pequeño, infierno grande”.

La madre primeriza tejió dos bellos vestidos blancos a la luz de la luna para el día del bautizo. Una vez a la semana, cuando el sol se ponía, sacaba la mecedora de mimbre a la puerta de su casa y el viento que sabía a sal la arrullaba mientras sus manos tejían durante una hora. Muchos de los habitantes le propusieron que hiciera primero un traje para bautizar a una de las niñas y que luego hiciera lo propio con la siguiente. Matilda, incapaz de elegir a una de las pequeñas, avanzó cada noche lo mismo en ambos vestidos. Cuando los terminó, dos años después, un jueves santo, fue a ver al párroco que se apresuró a organizar la ceremonia. El sacramento fue programado para el día siguiente, viernes. La Iglesia católica prohibía celebrar los bautizos ese día, salvo en caso de urgencia. El sacerdote al ver lo mayores que estaban las pequeñas decidió que podía considerarse una excepción. Para esa época ya las niñas caminaban por la arena caliente de Dubbel y cogían con sus pequeñas manos los sombreros de paja con cierta habilidad para ponérselos en la cabeza.

Matilda desde su nacimiento les había puesto nombre: la niña blanca se llamaba Sabana como el vasto campo que ella apreciaba desde la playa, en dónde nada se alzaba y la visibilidad podía llegar a kilómetros tierra adentro. La de piel cetrina se llamaba Atalaya como un lugar alto en donde todo se veía y se podía vigilar el horizonte. Algunos viajeros que llegaban de tierras desconocidas le contaban historias a la madre de un lugar milenario, lleno de montículos grandes que llamaban cordillera y así Matilda se enteró de la existencia de una tierra salvaje de altas montañas llamada: los Andes.

El Domingo de Ramos antes del bautizo, un grupo de mercaderes llegó a Dubbel, con sus carros tirados por caballos y con grandes tiendas de campaña que levantaron a las afueras del pueblo en medio de la arena blanca de la playa. Su vestimenta negra se distinguía a metros de la de los autóctonos. Durante cinco noches nadie pudo dormir. Los extraños hacían fogatas en la playa acompañados de la luna que los observa vigilante, mientras ellos entonaban cánticos con música que imitaban el cantar de los pájaros, el sonido del agua y el rugir de los animales salvajes. Todos bailaban, reían, al calor de los tambores y de las maracas.

El día del bautizo, el viernes santo, Dubbel era un mar de trajes negros en medio de los blancos y Matilda estaba tan cansada de las noches en vela que hizo lo que nunca había hecho antes, dejar a las pequeñas corretear por el pueblo sin supervisión mientras ella terminaba de poner las flores en la iglesia. Una de las niñas, Atalaya, se alejó de su hermana.

Al sonar las campanadas para dar comienzo a la ceremonia solo había una melliza, Sabana. El rostro de Matilda comenzó a parecerse al de la Virgen de los Dolores, figura que franqueaba la esquina izquierda de la iglesia. La madre se dirigió presurosa a la plaza y allí lo único que encontró fueron puntos blancos y arenas vacías de puntos negros.

Los habitantes que estaban invitados al bautizo caminaron en círculos por el pueblo y no hallaron nada. Matilda abrió la boca y el agua que salía de sus ojos se mezcló con la saliva. El sabor del mar se extendió por todo su cuerpo. En ese instante una sospecha la invadió. Comenzó a correr sujetando el vestido blanco para no caer y llegó al sitio de la fogata, la misma de las cinco noches anteriores en la que los mercaderes se divertían. Las cenizas habían desaparecido. Allí quedaban algunos troncos amorfos a medio quemar en forma de pila. El grito de uno de sus vecinos la hizo reaccionar. Las olas traían el vestido blanco que ella con tanto esmero le había hecho a la pequeña Atalaya. 

Matilda, el Domingo de Resurrección, recogió sus cosas, a la pequeña Sabana y se alejó hacia las grandes montañas salvajes de las que tanto hablaban los foráneos. Así, sin más, se plantó en la cordillera de los Andes. 

A pocos kilómetros de allí, una niña de piel cetrina y ojos de loba jugaba con la mujer de un mercader vestida de negro.


Matilda

El día en que Matilda y su hija Sabana, de dos años, llegaron a la Cordillera de los Andes, el cielo era de color gris humo como el que se desprende del fuego que quema los cimientos de una casa. Miró la superficie que pisaba y era de un verde tupido que ocultaba el negro de las entrañas de la tierra. Atrás quedaba el Caribe, el sol de Dubbel, las arenas blancas y el azul del mar. Matilda desconcertada, observó con asombro el tamaño de las grandes protuberancias del terreno que se alzaban a su alrededor, jamás en sus cincuenta y dos años de vida había visto un paisaje así. Hasta ese día desconocía lo que era una montaña. Y recordaba las descripciones que hacían los viajeros que se adentraban en Dubbel y ninguno le había hablado de la extraña sensación que producían, una mezcla entre el miedo y la pequeñez. Matilda, temiendo que esos grandes trozos de tierra que se elevaban en el horizonte un día se desprendieran de la base y cayeran sobre ellas, cogió a la pequeña Sabana en brazos y avanzó lo más rápido que pudo con su vestido blanco y el sombrero de paja hacia el pueblo para continuar la búsqueda de Atalaya, la otra hija que le había sido arrebatada un viernes santo. El miedo al derrumbe la acompañó durante los primeros meses, hasta que un día comprendió que esas moles de tierra que se alzaban imponentes eran como el mar. Había que tenerles respeto, más no temor y decidió que ella al igual que los pescadores de su pueblo, debía seguir el instinto y aprender las reglas de la montaña como lo hicieron ellos cuando se adentraron en la mar.

Los años transcurrieron en un largo peregrinar entre pueblos, aldeas y caseríos de los Andes y mientras preguntaba por una niña de piel cetrina y de ojos amarillos de loba ofrecía sus conocimientos como curandera. La vida del nómada se apoderó del interior de Matilda, temía que un día que faltara en la búsqueda de su hija se convirtiese en un día sin esperanza, la misma con la que se impregnó el día en que llegó a los Andes. 

A medida que avanzaban los años el silencio se convirtió en una necesidad y el tejer en su única distracción. Todas las tardes cuando el sol se ocultaba, diseñaba, confeccionaba y tejía vestidos blancos para sus dos hijas y aunque nadie le daba razón de Atalaya, Matilda, avanzaba lo mismo en cada creación y hasta que ambos trajes no estuviesen terminados Sabana no estrenaba. La prenda sobrante iba a parar a un baúl rojo de madera que un día le compró a un mercader que se encontró por un camino polvoriento. 

En su peregrinar, Matilda aprendió a subir montañas por senderos sinuosos, a atravesar ríos caudalosos y a descifrar los susurros de la tierra. Cuando los ojos y la voz de esta madre se fueron cansando, la fuerza que a veces acompaña a la vida se apoderó de Sabana. La niña que creció salvaje entre montañas se convirtió en una joven diestra en el uso de la palabra. Durante esos años aprendió el quehacer de la madre, a elegir las plantas y a prepararlas. Había en ella una intuición que la hacía mejor curandera que su progenitora y sus ojos de color violeta ejercían un efecto calmante para quienes se les acercaban. Sabana ya no recordaba el Caribe y en las noches antes de dormir le pedía a Matilda que le hablara del color del mar, de la brisa, del sabor del pescado, de los días en Dubbel.

Una tarde de diciembre la lluvia se desató en la comarca. Un torrente de agua bajó ansioso por la ladera y arrasó con varios caseríos. Allí murió Matilda. El baúl rojo quedó enganchado en un trozo de madera y, recorrió kilómetros arrastrado por la corriente. Desde el cielo parecía una cuna que se mecía con los movimientos rítmicos del agua. Sabana, que recogía hierbas para su madre, se refugió lejos de la riada. 

Esa tarde la joven comprendió que a partir de ese momento el deambular por la tierra vacía y la búsqueda agónica de su madre había terminado.

Una soleada mañana, Sabana, se presentó vestida de blanco con un sombrero de paja en la plaza del centro de Dubbel, ese pequeño poblado a orillas del mar Caribe había recuperado a una curandera. Del baúl rojo se cuenta que navegó durante varios días y que una tarde la corriente lo llevó a una orilla del río Closs. Algunos, también afirman que una joven de piel cetrina y de ojos de loba lo recogió y que al abrirlo le horrorizó el blanco de los vestidos y con buena mano los tiñó de negro. Los que eran para una adulta los utilizó para ella y los que tenían el tamaño de una niña los dobló y los volvió a depositar en el baúl, pensando en que cuando ella fuese madre le serían de utilidad.


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Coordinado por Karim Ali y Atalanta

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