“Una foto en Magdalena Palace” un relato de Virginia Martín Revuelta

Hoy traemos una publicación muy especial, un relato de Virginia Martín Revuelta en el que Irredibles es, no vamos a decir protagonista, pero sí parte del relato. Dejamos que la propia Virginia Martín Revuelta lo presente y se presente:

Nací en Valladolid en 1975, y allí estudié piano y canto en el conservatorio y Musicología en la universidad. Soy docente de profesión y lectora de afición. Fruto de mi asistencia al curso de literatura de Pilar Adón en la UIMP, en el que conocí a Marisol de Irredimibles.com, os obsequio con este relato

Una foto en Magdalena Palace


Llego algo congestionada y casi con la lengua fuera. El camino de ascenso al palacio es tan hermoso como empinado, y que te inviten a una recepción en estos tiempos, sin un coche de caballos o siquiera de manivela esperándote a la entrada del recinto, no tiene el mismo glamour de hace un siglo. “Quizás tendría que haber cogido un taxi, a ellos sí los dejan subir hasta la escalinata”, considero, mientras hago una pausa para recobrar el aliento.
Dirijo primero mi vista al mar, al horizonte verde y azul que se extiende frente a la fachada. Respiro hondo, ha amanecido un día bellísimo, límpido, con el cielo apenas cubierto por algodonosas nubes de verano. Luego me giro hacia el edificio de principios del siglo XX, majestuoso, regio, elegante. Solo unos metros me separan de las escaleras y creo distinguir dos figuras familiares. Cuando alcanzo la explanada principal, al final de un sendero bordeado de pinos y tamarindos, unos brazos me saludan. En efecto, son Carmen y Raquel, a las que conocí durante mi primer curso en la Menéndez Pelayo, hace ya unos años. Queremos ponernos al día en unos pocos minutos y casi nos robamos el turno de palabra. Estamos emocionadas, las tres hemos recibido la misma carta en papel de alto gramaje, decorado con un estampado de estilo victoriano, que nos invita a la presentación del reciente libro de Pilar Adón, nuestra querida profesora.
—Menuda cuestecita. A punto he estado de decir al de seguridad que soy una ponente, para que me permitiera acceder con mi propio coche. Pero luego he pensado que no estaría bien mentir con tanto descaro —les digo con una sonrisa maliciosa.
—Ni se te ocurra. Acuérdate del karma, —me guiña un ojo Raquel— te podría suceder como a la protagonista de Hablar con viejas y terminar acunada en brazos de un gigante peludo.
Nos echamos a reír recordando la lectura del curso pasado. Me encanta el sentido del humor de Raquel, tan agudo e inteligente y, sobre todo, su sonrisa amplia que te hace sentir como si estuvieras en casa.
—No os entretengáis —dice Carmen señalando el reloj, con voz firme pero amable. Carmen es mi referente a la hora de encontrar las mejores lecturas y la persona con mayor devoción a la literatura que conozco. Un pozo de sabiduría.
En el vestíbulo del edificio nos espera una mujer de silueta fina. La reconocemos al instante. Le brillan los ojos cuando sonríe. “¡Es Marisol!”, decimos las tres a una. Tras los besos de bienvenida, me fijo en que lleva una tarjeta prendida a la solapa de su chaqueta con el logo de irredimibles.com.
—Me han pedido que reciba al grupo y os reúna en la sala de billar, donde nos haremos una foto todos juntos antes de que comience la presentación del libro. Algunos se han quedado desperdigados visitando el palacio ¿podéis acompañarme a recogerlos? El tiempo apremia y le he preguntado a un hombre muy amable, con el que me he cruzado en uno de los pasillos, si podría hacernos la foto. Subirá dentro de diez minutos —nos resume a toda velocidad.
“Cómo se nota que Marisol es mediadora social”, pienso, “qué haríamos sin ella para organizar estos eventos”.

Por el pasillo continúa explicándonos más detalles de la cita. Estamos invitados los participantes del curso que impartió Pilar en julio del año pasado. Sin duda, la mejor compañía para este evento tan emocionante. Mientras charlamos, desvío sin querer mi atención a las espléndidas lámparas de araña que cuelgan de los techos de la primera planta y admiro la rica decoración de las estancias que vamos dejando a nuestro paso.
Junto al ascensor encontramos a Mar y Javier, que han llegado de Madrid in extremis. Al parecer está a punto de salir una segunda edición del libro de Mar, pues ha sido un éxito de tirada, y Javier, especialista en el tema, la asesora sobre la impresión del grabado que aparecerá en la siguiente portada.
Antes de subir a la segunda planta escuchamos unas voces que proceden de un salón abierto a nuestra izquierda. Es el salón de familia, presidido por un elegante piano de cola en el centro. Al asomarnos, descubrimos a dos mujeres vestidas de griegas que gesticulan mientras declaman unos versos. Son Vera y Maru, ensayando para el recital escénico de esta tarde en el Paraninfo, y se ponen de acuerdo en el orden de intervención. Vera ha elegido su poema “Vengo de los mares del Sur” porque cuadra a la perfección con la Penélope de Maru. Les recordamos que deben subir en cinco minutos para no perderse la foto, que no hace falta que se cambien de ropa, pues están de cine.
Como el ascensor es algo estrecho, me ofrezco a subir por las escaleras y así de paso curioseo por los dormitorios, que han quedado semiabiertos durante la limpieza. Con la luz del sol resalta el barniz cálido de los muebles, pero el crujido de los listones de madera bajo mis pies presagia ciertas noches de insomnio. Sobre todo, si tienes tendencia a dar rienda suelta a la imaginación con los ruidos de la oscuridad.
Cuando pasamos a la sala de billar, el resto del grupo espera dentro. Apoyado en el escritorio con cubierta de mármol, Almilcare traduce al castellano uno de sus textos mientras espera que comience el acto. No le gusta perder ni un minuto, y menos aún a Marco, su hermano, cuyo leit motiv sobre el paso del tiempo es el tema dominante de su nuevo poema, “Las horas”. A su derecha, Lola, que viene de Badajoz, lo lee en voz baja y sonríe. Está feliz tras el éxito de visitas de su web página72.com, y nos lo transmite con esa mirada suya tan radiante.
Unas voces se agolpan al pie de la terraza. Varias compañeras debaten animadas acerca de la importación del leísmo a los hispanohablantes de América Latina y, en cuanto las alcanzamos, nos ponen al corriente de las novedades. Adela ha organizado en Berlín, donde reside, un taller literario de autoras alemanas que escriben sobre casas, mientras que Lula nos regala una traducción propia del catalán al castellano de un poemario de Emily Dickinson, para que disfrutemos de una versión más fiable y rigurosa. Lola Jiménez ha decidido crear un concurso de microrrelatos basados en sagas familiares y Eva tiene chiribitas en los ojos, porque quiere revelarnos una noticia bomba: ¡al fin le han publicado su novela y en su editorial favorita, ni más ni menos!
Tras los “hip hip, hurra”, caigo en la cuenta de que, sentados en un sillón orejero tapizado a rayas, nos miran los jóvenes del curso, tan discretos y atentos como siempre. Alejandro lo observa todo con sus ojos redondos y bien abiertos, Iris nos desarma con su expresión risueña y Oier, a punto de doctorarse, se abanica rítmicamente con una revista de la UIMP doblada en dos, tratando de combatir el calor húmedo que se cuela por la terraza.
—Falta gente —comenta en alto Marisol.

Entonces entra por la puerta Carlota, apurada por el retraso, seguida de Ricardo y Justo, que nos piden disculpas con la mirada y explican la causa de su demora. Ha habido una confusión en sus invitaciones: a Carlota la han convocado en Caballerizas y los otros dos compañeros vienen del Faro. Menos mal que se lo han tomado con humor. Después de todo, no hay mal que por bien no venga, y, de vuelta al palacio, Carlota ha encontrado el final convincente que necesitaba para uno de sus relatos. Por su parte, Ricardo nos cuenta que quería leernos del tomo de geografía cántabra unas curiosidades sobre la península de La Magdalena, pero, por azares del destino, lo ha perdido en su última mudanza.
Desde la terraza se oyen las voces de las chicas:
—Ya os decía yo que la UIMP sigue un poquito desorganizada —no distingo quién de todas habla.
—El espíritu de Kafka nos persigue —apostilla Eva, con sonrisa pícara.
—Bueno, lo importante es que el grupo está al completo —añade Marisol.
—¡Pero si falta Pilar! —exclamamos varios al unísono.
Me fijo en que, sobre la mesilla donde se apoya el ordenador, hay algo escrito en un pequeño papel de color neutro. Lo cojo instintivamente y lo leo en alto. Es una nota de la profesora, con indicaciones para llegar a otra estancia. Nos miramos sorprendidos. Marisol nos guía por los pasillos hasta una puerta que no habíamos visto jamás.
Entramos expectantes y pronunciamos frases de admiración y asombro. Se trata de la cocina del palacio, una enorme habitación cuadrada decorada como antaño. En el centro hay una mesa rectangular de madera maciza de roble, con varios platos de loza y envases transparentes que parecen contener hojas de papel mezcladas con algunos alimentos que no alcanzo a distinguir. Un letrero apoyado en la parte delantera de la vajilla reza así: “El señor Bloom comía con deleite los órganos internos de bestias y aves”. Veo entonces el contenido de los tarros, son mollejas, tajadas de hígado, menudillos y otras vísceras. Nos fijamos en que hay más letreros desperdigados sobre la mesa con palabras inglesas: haunted, sentient, enchanted, uncanny, todas ellas relacionadas con el tipo de casas literarias que vimos en el curso pasado.
De pronto, un sonido de puertas al cerrarse lo inunda todo y se escucha una voz en off. Es la voz de Pilar, que procede de algún lugar que no alcanzamos a ver.
—Bienvenidos, queridos alumnos y alumnas de La Casa Habitada. Os preguntaréis qué está sucediendo aquí. Veréis. El curso pasado regresé a mi hogar con la sensación de que no habíais sacado todo el provecho posible a mis clases, por no hablar de los muchos que os fuisteis a la playa en lugar de leer y escribir los textos propuestos. De modo que os he reunido aquí, en la cocina, el alma de cualquier casa, para solucionar este problema. Pueden caer los andamios, pero siempre quedará ella, la cocina, para afirmar el alma. Mi intención es recluiros en este espacio de creatividad con todos los ingredientes necesarios para que me cocinéis un verdadero relato sobre casas habitadas, pero… cuidado con no confundir los términos —. Aquí se detiene un instante, coge aire y prosigue:
—Seréis mis eternos invitados —. Las palabras, una a una, ruedan por la sala como si fuesen piedras.
Giro instintivamente la cabeza en busca de Iris, necesito que me refresque la memoria, recordar la diferencia entre casa sintiente y casa hechizada. Estoy hecha un lío. Noto una ligera angustia interior que reflejan también los ojos de mis compañeros.
—Me lo temía —susurra Raquel— tiene el síndrome del Quijote. Tanto leer y escribir sobre atmósferas oníricas, opresivas y naturalezas inquietantes le ha hecho perder el juicio.
—Pobre Pilar, y ahora ¿qué hacemos? —responde Carlota, muy sentida.

Miramos a Justo, que se encoge de hombros y se disculpa con un “no está en mi mano curarla, soy un simple epidemiólogo nutricional”, quitándose importancia.
Noto gestos desmayados a mi alrededor, pero nadie reacciona. Siento ganas de chillar y, sin embargo, no logro emitir sonido alguno. Mis extremidades permanecen inmóviles. Me viene a la cabeza una frase del libro de Pilar y cobra sentido. Resultará más fácil salir de la casa si me quedo en la casa. Nos ha encerrado en su propio espacio literario. Suspiro.
Tras un largo silencio se escucha una voz detrás de la puerta.
—Pilar, ¿estás ahí? Soy Enrique. Una alumna tuya me ha pedido que os haga una foto en la sala de billar, pero no encuentro a nadie —. El silencio continúa.
De pronto, las puertas se abren de forma automática y Enrique, el marido de Pilar, nos mira perplejo. Por detrás de la alacena sale Pilar, pertrechada con una bandeja llena de canapés y copas de champagne.
—¡Sorpresa! ¿Qué os ha parecido mi broma? Si es que sois un grupo maravilloso. Enrique, por favor, ¿nos haces una foto de recuerdo? Me encantaría enseñarte luego unas cenefas pintadas en varios dormitorios que seguro te inspiran para la próxima portada de Impedimenta —dice con voz cantarina.
Y así fue como nos hicimos la foto que deposito ahora en mi mesilla de noche, junto a la almohada.

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