Club del Relato: “Canguros” de Soledad García Garrido.

Como lo prometido es deuda, aquí os dejamos este relato inédito de la escritora extremeña Soledad García Garrido, entrevistada hace unos días, para que os deleitéis con su magnífica prosa.

CANGUROS

A lo lejos, ladran los perros. Ella apenas los oye. Sentada en el escalón del rellano del portal, ladran en su cabeza, pero solo acierta a distinguir los aullidos acusadores del suyo. Le llegan los escupitajos de Fargo, escuálido, a la boca. La mantiene apretada, con los dientes a punto de agrietarse. Cree que concentrando la fuerza en la boca conseguirá que broten las lágrimas. Pero es tiempo de sequía. La vejez, en esas condiciones, es lo que tiene.

La calle, a oscuras, huele a meado. Le da por pensar que el barrio entero apesta a orines. Los jóvenes pasan de largo, esquivan los edificios huyendo del deterioro de esos edificios que se caen de viejos. Ninguno alcanza a comprender que se trata de lo inevitable. Es lo que tiene la juventud también.

Manuel duerme en la cama. Eso quiere pensar ella ahora, pero Manuel ha teñido de sangre las sábanas. Irene le ha colocado el cuchillo en la mano izquierda, porque Manuel es zurdo. Nadie se va a creer que se ha pegado un tajo en el cuello y, después, en esa bendita postura se ha quedado dormido. Aunque le pesen los ochenta y dos años, Manuel ha sentido el corte preciso sobre su garganta y se ha incorporado con los ojos anegados en sangre. Ha tratado de taponar la herida sin defenderse, con el único propósito de cegar el caudal desbocado de sangre que se lleva su vida en segundos.

No le ha costado a su mujer desenvolverse en la escena. Se ha levantado del sillón y ha tropezado con una de las mantas con las que se arropa. Se ha dirigido a la cocina para calentar un poco de agua en un cazo y tomársela antes de meterse en la cama. Esa era su intención, pero no ha llegado a conseguir su objetivo. Al accionar el gas, recuerda que la bombona se acabó el día anterior y que aún es dieciocho. Ahora, también le viene a la cabeza que es el cumpleaños de su hijo, que trabaja en Australia, al parecer muy bien colocado. Aunque saben poco de él. A Irene le castañetean los dientes. Febrero, ya se sabe, es un mes frío. Enciende una vela y se frota las manos acercándolas al pábilo. No nota que los pelillos se le chamuscan. La sopla antes de irse a la cama para que no le pase lo que cuentan en las noticias. Debe de ser horrible morir carbonizado. La apaga y se va a la cama.

Manuel duerme profundamente. Él cena y se va a la cama rápido. Dice que con el estómago lleno, aunque sea de sopa, le cuesta menos conciliar el sueño. Ella enciende la lamparita de su lado para ponerse el pijama, pero decide, a última hora, acostarse con la ropa. No se atreve a desnudarse con el frío que tiene. Manuel, aunque duerme bajo una montaña de mantas, no entra en calor en toda la noche. Sus pies no son un consuelo para ella. Le mira y observa un reguero líquido que le baja por la nariz. El médico le recetó Frenadol, pero gastaron la poca pensión que les quedaba en unas patatas, que es casi lo único que encuentran en el mercado a un precio asequible. Ya comprarían la medicina cuando cobraran.

Se tumba a su lado y apaga la luz. Solía leer antes de irse a la cama, pero de un tiempo a esta parte no ve bien. No sabe si es presbicia o las dichosas cataratas de las que habla el médico. Los cristales de las gafas no entran en el seguro, así que, al principio, cambió la lectura por rezar, pero a Manuel no le gusta que rece. Le dice que, si no puede dormir, que cuente ovejas, pero que no rece. Que no merece la pena perder el tiempo. Y ella las cuenta, pero no le entra sueño. Recuerda que una noche llegó a seiscientas y terminó levantándose a calentar agua. Aquel día sí tenía gas.

Recostada a su lado nota que Manuel no respira bien, que los mocos le ocupan toda la nariz y le obligan a abrir la boca. Enciende la luz y lo mira de nuevo. Manuel tiene las muelas picadas. Parecen la entrada a una mina de carbón. No sabe cómo no rabia de dolor en las condiciones que tiene la boca. Los dientes tampoco entran en el seguro. A veces, piensa en pedirle dinero a su hijo, que tan bien colocado está, pero se reprime. Hablan tan poco que es una pena malgastar la conferencia en contarle cómo se encuentran. Acaba preguntándole por su mujer, por la nieta a la que no conocen y por los canguros. Antes de despedirse, siempre le pregunta por los canguros.

Se levanta y vuelve al salón. A Manuel le encantan los puzles. Por eso, sobre la mesa del salón, siempre hay un puzle. Desperdigadas por la mesa, las veinticinco piezas del puzle. Hubo un tiempo en que los hacía de dos mil, pero ya ha llovido desde entonces.  Pasa el antebrazo por la mesa y deja caer la mitad de las piezas al suelo. Coge la manta con la que se cubre en el sofá y se la echa por los hombros. Maldita noche de frío. Vuelve a la cocina, no sabe ni qué va a buscar, pero allá que va. Abre el cajón y saca el cuchillo más afilado que encuentra. Hace tiempo que esa hoja no nota el frescor de ninguna carne bajo ella.

En su disculpa, resta decir que nada fue premeditado, y que le coloca el cuchillo en la mano para que su hijo no piense que lo ha matado ella, porque su idea es coger otro cuchillo e hincárselo también. Ella, en la barriga. Pero llegado el momento, le falta el valor. No es fácil. Lo ve desangrarse y aferrarse a la vida hasta que esta se escapa, la vida que se diluye sobre sábanas que un día fueron blancas, sábanas bordadas por manos inocentes para completar un ajuar. Prefiere pensar que duerme y, con la manta sobre los hombros, baja las escaleras y se sienta fuera. Hace el mismo frío dentro que en la calle. Se le acerca Fargo, que sale por las noches a buscar comida por los contenedores. Y ladra, Fargo ladra. Y otros perros ladran también, pero a lo lejos. Ella aprieta la boca y después comienza a rezar. Sabe que Manuel no la escucha. Se permite jugar con un rosario de nácar entre las manos. Y se acuerda de los canguros. ¿Cómo vivirán los canguros?

Karim Ali

Desde hace varios años, encontré en el universo del relato corto, un camino donde explayar mis inquietudes: críticas sociales, políticas, lírica, sarcasmo, humor. Risas y llantos. Poco a poco voy pillando el hábito de construir una historia sólida que mantenga el interés del lector desde la primera hasta la última sílaba. 

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