Jorge Luis Borges hablaba inglés correctamente desde muy joven. Tanto, que la primera vez que leyó El Quijote lo hizo en la lengua de Shakespeare siendo aún un niño. Más adelante llegó a sus manos el original en castellano y al leerlo dijo: Qué mala traducción. Después aprendió danes para poder leer a los poetas daneses ya que la poesía escandinava está llena de metáforas de tercer grado, imposibles de mantener en ninguna traducción.

Yo cometí la imprudencia de intentar leer un relato en inglés, que pasa por ser una de las referencias del minimalismo norteamericano.  Se trata de “The Harvest” de Amy Hempel. Cuento al que Chuck Palahniuk dedica todo un ensayo: “No perseguir a Amy”, en su libro “Error Humano”, pero esa es otra historia.

¿Por qué lo he leído en inglés? En las primeras búsquedas por internet intenté conseguirlo en español, pero me resultó curioso que en cada copia que encontraba el relato empezara de distinta manera, así que pensé que debía haber problemas con la traducción de la primera frase, y que, siendo un relato minimalista, debería ser capaz de leerlo sin problemas – a veces confío demasiado en mí mismo – excepto tal vez esa primera frase de la que había en castellano las siguientes versiones:

El año en que empecé a decir florero en vez de tiesto…

El año en que comencé a decir cigarrillo en vez de cigarro…

El año en que empecé a decir «vaso», así, con v chica…

El año en que comencé a decir soireé en vez de suaré…

El año en que empecé a decir “pudiese” en lugar de “pudiera”…

El cuento en inglés comienza de la siguiente forma (las cursivas son originales):

“The year I began to say vahz instead of vase […]”

Así que el problema está en la palabra Vase (florero) y en Vahz, que claramente significan lo mismo.  Dudo de si se trata de una jerga, una forma de pronunciación que indique algo que culturalmente se escapa a un hispanohablante.

¿Parece claro, no?

En alguno de los textos de los que antes he copiado el principio explican en las notas del traductor por qué han tomado la decisión que han tomado:

“Expresión difícil de traducir: “el año en que empecé a decir vahz en lugar de vase“. Supongo que se refiere a la diferencia de pronunciación entre un niño y un adulto. Este inicio lo han traducido al castellano de muchas formas y la que pongo es la que más me ha convencido en cuanto a su significado de hacerse adulto.

Es cierto que más adelante en el texto descubrimos que quien dice esa frase es una mujer joven, pero no una niña. Tengo claro que está hablando de la pronunciación de la misma palabra  pero dudo entre si quiere decir que aprende a pronunciarlo correctamente (es decir, que el personaje ha dejado de ser una niña tal y como dice la traductora) o que ha cambiado de forma de ser y se ha vuelto más refinada.

Pregunto en twitter,  no sea que haya algún traductor suelto por la red que quiera ayudarme pero solo me indican que la forma Vase la pronunciaría un norteamericano y la forma Vahz en inglés.

@pallanur Se escribe VASE, pero en UK se pronuncia vahz. Como potayto (US)/potahto (UK) para POTATO y tomayto (US)/tomahto (UK)para TOMATO

— Kaia (@londonergem) junio 17, 2012

Esto no me convence ya que dudo que el cambio en ese personaje sea para hablar con acento extranjero.

Pero esto de pedir un traductor por twitter… ¿Qué mierda de nueva moda es? ¡¡Qué vergüenza!! , si conozco a Milena, una traductora profesional, que aunque sea polaca, seguro que me aclara las dudas. Así que le pregunto, por Facebook, y me responde:

I am pretty sure it’s about the second option – pronounciation of vase under the form of “vahz” turns to be way more elegant (being bit snob in the same time;)) – it’s an oxford pronunciation who’s usually considered as the purest!

Uhmm, pronunciación de Oxford, más snob. Llamo a Lyrisse, surafricana que da clases de inglés en Madrid y una auténtica experta en acentos. Su respuesta no puede ser más contundente: “Vahz es la forma pija de decirlo”.

Bien, creo que ya entiendo la frase, y el propio Chuck Palahniuk me lo confirma en su ensayo sobre el cuento cuando dice: <<Hempel escribe: “El año en que comencé a decir soireé en vez de suaré..” En lugar de una fría cifra relativa a la edad o a un sistema de medidas, tenemos la imagen de alguien que está ganando en sofisticación.>> Vale, quizás debí haber leído el ensayo antes que el cuento, pero no quería perderme la sensación de enfrentarme virgen a él.

Si tenemos en cuenta que en minimalismo norteaméricano los escritores narran en primera persona y dotando a los protagonistas de sus propios miedos o defectos, está claro qué es lo que quiere decir Amy. Y sin embargo, lo que no sé es como lo traduciría yo. ¿Cómo lo harías vosotros?¿Qué dos formas de pronunciar una palabra indican en castellano que alguien ha pasado a adquirir cierta refinación  cultural? Como decía Umberto Eco (y hasta que las Naciones Unidas admitan el Esperanto como lengua oficial): “El idioma del mundo es la traducción”.

“La cosecha”, se convirtió en uno de mis relatos preferidos, no solo por el entretenimiento al que me sometió su primera frase, sino porque en transcurso del cuento encontramos literatura visceral, metanarración, aniquilación de las reglas de género del relato. Me gustaría decir más sobre el relato pero creo que es mejor leerlo, y como está replicado en muchas webs voy a copiarlo aquí en vez de redirigir a los lectores a alguna de ellas, no sin antes decir que recientemente se ha publicado un antología de cuentos de Amy Hempel en Seix Barral y dejar que sea el propio Chuck Palahniuk, el que presente el relato,  que tiene así como más presencia que yo (“No Chasing Amy”, Stranger than Fiction, 2004):

Cuando se estudia el minimalismo en el seminario de Tom Spanbauer, el primer relato que se lee es «La cosecha» de Amy Hempel. Luego, «Callejeros» de Mark Richard. Y, después de eso, ya estás perdido. Si os encantan los libros, si os encanta leer, esta es una línea que tal vez no queráis cruzar.

No estoy de broma. Si pasáis de este punto, casi todos los libros que leáis en adelante os parecerán una mierda. ¿Todos esos gruesos libros en tercera persona donde lo que importa es seguir la trama y están sacados de las páginas del periódico de hoy? Pues bueno, después de Amy Hempel os vais a ahorrar un montón de tiempo y de dinero.

LA COSECHA

Amy Hempel

El año en que empecé a decir florero en vez de tiesto, un hombre al que apenas conocía estuvo a punto de matarme accidentalmente.
       El hombre no sufrió ninguna herida cuando el otro coche chocó contra nosotros. El hombre, al que había conocido hacía una semana, me sujetaba en el asfalto de una manera que daba a entender que era mejor que yo no me viese las piernas. Recuerdo que sabía que no debía mirar, y sabía también que miraría si él no me lo impidiese.
       El frontal de su ropa estaba manchado con mi sangre.
       —Tú te pondrás bien, pero este jersey está para tirarlo a la basura —me dijo.
       El miedo al dolor me hizo gritar. Pero no sentía dolor alguno. En el hospital, después de que me pusieran unas inyecciones, supe que había dolor en la habitación…, sólo que no sabía de quién era ese dolor.
       Una de mis piernas necesitó cuatrocientos puntos de sutura. Cuando se lo contaba a la gente, se convertían en quinientos, porque nunca nada es tan malo como podría serlo.
       Los cinco días que tardaron en saber si podrían salvarme la pierna o no los alargaba a diez.

       El abogado era el único que usaba esa palabra. Pero no llegaré a esa parte hasta dentro de un par de párrafos.
       Hablábamos del físico, de lo importante que es. Crucial, diría yo.
       Creo que el aspecto físico es crucial.
       Pero aquel tipo era abogado. Se sentaba en una silla de plástico que acercaba a mi cama. Lo que él entendía por físico era lo que valdrían ante un tribunal de justicia los daños ocasionados en mi físico.
       Me atrevería a jurar que al abogado le gustaba decir tribunal de justicia. Me contó que había tenido que examinarse tres veces antes de poder ingresar en el colegio de abogados. Me dijo que sus amigos le regalaron unas tarjetas espléndidamente impresas, con las letras en relieve, pero que donde tenía que poner Abogado ponía Abogado Por Fin.
       Había conseguido a esas alturas tantas indemnizaciones, que yo no podría aspirar ya a convertirme en azafata de vuelo. El hecho de que a mí nunca se me hubiese ocurrido convertirme en tal cosa era, según él, algo legalmente irrelevante.
       —Hay otro asunto —me dijo—. Tenemos que hablar de la cuestión de la nubilidad.
       Lo normal era que yo hubiese salido con un ¿nubiqué?, aunque sabía, desde que lo mencionó, lo que significaba aquello.
       Yo tenía dieciocho años, así que le dije:
       —En principio, ¿no podemos hablar de parejabilidad?
       El hombre al que conocía de una semana ya no iba a verme al hospital. El accidente le hizo volver con su mujer.
       —¿Crees que el físico es importante? —le pregunté al hombre antes de que se marchase.
       —Al principio no —me contestó.

       En mi vecindario hay un individuo que era profesor de química hasta que una explosión le destrozó la cara y se la dejó descarnada. Lo que queda de él va siempre muy bien trajeado de oscuro y con zapatos abrillantados. Cuando va a la ciudad universitaria lleva un maletín. «Qué consuelo», decía su familia y la gente. Hasta que su mujer cogió a los niños y se largó.
       En el solárium, una mujer me enseñó una fotografía: «Éste era el aspecto que tenía mi hijo antes».
       El anochecer lo pasaba yo en la zona de diálisis. A nadie le importaba que estuviese allí siempre y cuando hubiera un sillón libre. Había un televisor de pantalla panorámica que era mejor que el de la sala de rehabilitación. La noche de los miércoles veíamos un programa en el que unas mujeres vestidas con ropa cara aparecían en decorados lujosos y juraban destruirse entre sí.
       A mi lado se sentaba un hombre que sólo pronunciaba números de teléfono. Si le preguntabas cómo se sentía, contestaba: «924-3130». O bien: «757-1366». Nos imaginábamos lo que esos números podrían indicar, pero la verdad es que nadie le echaba cuenta.
       A veces, a mi otro lado se sentaba un chico de doce años. Tenía unas pestañas espesas y oscuras debido a la medicación que tomaba para la presión arterial. Era el siguiente en la lista de trasplantes, tan pronto como cosechasen un riñón —porque era ése el verbo que empleaban ellos: «cosechar».
       La madre del chico rezaba por los conductores borrachos.
       Yo rezaba por hombres que no fuesen demasiado exquisitos.
       «¿No somos todos —pensaba yo— la cosecha de alguien?».
       Transcurrida una hora, una enfermera de planta empujaba mi silla de ruedas y me devolvía a la habitación.
       —¿Por qué veis esa basura? —me preguntaba—. ¿Por qué no me preguntáis cómo me ha ido el día?
       Antes de acostarme, hacía quince minutos de ejercicios con una pelota de goma. Uno de los medicamentos estaba agarrotándome los dedos. El médico decía que tendría que tomarlo hasta que no pudiese abotonarme la blusa: una figura retórica para alguien que sólo llevaba un camisón.
       —Obras de caridad —decía el abogado.
       Se desabotonó la camisa y me mostró el lugar en que un acupuntor le había masajeado el pecho con jarabe de cola, le había clavado cuatro agujas y le había dicho que la cura verdadera eran obras de caridad.
       —¿La cura de qué? —le pregunté.
       —Eso es irrelevante —me contestó.

       Tan pronto como supe que me pondría bien, estuve segura de que me había muerto y no lo sabía. Me pasaba los días como una cabeza cercenada que logra terminar una frase. Ansiaba el momento de librarme de mi vida aparente.
       El accidente tuvo lugar al atardecer, así que era en ese tramo del día cuando me afloraba con más fuerza esa sensación. El hombre al que había conocido la semana anterior me llevaba a cenar cuando ocurrió todo. Nos dirigíamos a un restaurante en la playa, en una bahía desde la que se divisaban las luces de la ciudad. Un sitio desde el que se veía toda la ciudad sin tener que oír su bullicio.
       Mucho tiempo después, fui a aquella playa sola. Yo conducía el coche. Era el primer día bueno de playa. Llevaba puestos unos pantalones cortos.
       En la orilla me desenrollé la venda elástica y fui metiéndome en el agua sin vacilar. Un muchacho, con traje de submarinista, se quedó mirando mi pierna. Me preguntó si me lo había hecho un tiburón. Había avistamientos de tiburones blancos a lo largo de aquella franja de costa.
       Le contesté que sí, que me lo había hecho un tiburón.
       —¿Y vas a volver a meterte en el agua?
       —Voy a volver a meterme en el agua —le contesté.

       Cuando cuento la verdad omito muchos detalles. Me pasa lo mismo cuando escribo una historia. Voy a empezar a contar lo que omití de «La cosecha», y quizá empieces a preguntarte por qué tuve que omitirlo.
       No hubo ningún otro coche. Sólo hubo un coche: el coche que me embistió cuando yo iba de paquete en la motocicleta de aquel hombre. Pero hay que tener presente lo incómodo que resulta pronunciar todas esas sílabas: motocicleta.
       El conductor del coche era periodista. Trabajaba para un periódico local. Era joven, recién licenciado, y acudía a una reunión de trabajo para cubrir la información relativa a una amenaza de huelga. Si hubiese dicho que yo era por aquel entonces estudiante de periodismo, es algo que tal vez no habrías admitido en «La cosecha».
       Durante los años que siguieron, cada vez que abría el periódico buscaba la firma de aquel periodista. Fue él quien sacó a la luz los entresijos del Templo del Pueblo, lo que tuvo como consecuencia la huida de Jim Jones a la Guayana. Después cubrió la noticia del suicidio masivo que tuvo lugar en Jonestown. En la sala de juntas del San Francisco Chronicle, a medida que el número de víctimas iba elevándose hasta llegar a novecientas, las cifras eran anunciadas como si aquello fuese una maratón benéfica de donaciones. Entre los cientos de víctimas, un letrero clavado en la pared decía: CHÚPATE ÉSA, JUAN CORONA [Juan Corona, asesino en serie norteamericano que, en 1971, mató, en el plazo de seis semanas, a 25 trabajadores inmigrantes].
       En la sala de urgencias, lo que le sucedió a una de mis piernas no requirió cuatrocientos puntos de sutura, sino poco más de trescientos. Exageré el número antes incluso de empezar a exagerarlo, porque es verdad que nunca nada es tan malo como podría serlo.
       Mi representante legal no era ningún abogado-por fin. Era socio de uno de los bufetes de abogados más antiguos de la ciudad. Nunca se desabotonó la camisa para enseñarme las marcas de acupuntura, ya que él jamás hubiera hecho una cosa así.
       «Nubilidad» era el título original de «La cosecha».
       El daño ocasionado a mi pierna fue considerado cosmético, aunque aún hoy, quince años después, sigo sin poder arrodillarme. La noche antes del juicio llegamos a un acuerdo por el que yo recibiría una indemnización de casi cien mil dólares. La compañía aseguradora del periodista subió doce dólares con cuarenta y tres centavos mensuales.
       Hubo quien insinuó que me había frotado la pierna con hielo, para exagerar las cicatrices, antes de levantarme la falda ante el tribunal, tres años después del accidente. Pero no había hielo alguno en el juzgado, de modo que no tuve ocasión de someterme a aquella prueba moral.
       El hombre de una semana, el dueño de la motocicleta, no estaba casado. Pero, al creer tú que tenía mujer, ¿no tenía que hacer yo algo? ¿Y no me lo merecía?
       Después del accidente, aquel hombre se casó. La chica con la que se casó era modelo. («¿Crees que el físico es importante?», le pregunté a aquel hombre antes de que se marchara. «Al principio no», me respondió).
       Además de ser una belleza, la chica valía su peso en oro. ¿Habrías admitido en «La cosecha» que la modelo fuese también una rica heredera?
       Es verdad que nos dirigíamos a cenar cuando ocurrió el accidente. Pero ese lugar en donde podías ver todo sin tener que oír nada no era una playa en la bahía. Era la cima del monte Tamalpais. La cena la llevábamos nosotros y subíamos por la serpenteante carretera de montaña. Ésta es la versión que contiene una ironía perfecta, así que no te importará si digo que, durante los meses siguientes, desde mi cama del hospital, tuve una visión espectacularmente ominosa de aquella montaña.

       Habría añadido otra parte a la historia si alguien hubiese podido darle crédito. Pero, ¿quién se la habría creído? Yo estaba presente y no me lo creía.
       La tercera vez que entré en el quirófano, hubo un intento de fuga en el Centro de Adaptación de Máxima Seguridad, contiguo al pabellón de los condenados a muerte, en la prisión de San Quintín. George Jackson, apodado El Hermano Soledad, un joven negro de veintinueve años, sacó una pistola del calibre 38 que le habían pasado de matute, gritó: «Esto se acabó», y abrió fuego. Jackson cayó abatido en el tiroteo, así como tres guardias y dos presidiarios que ejercían de camareros llevándoles la comida a los demás reclusos.
       Otros tres guardias fueron apuñalados en el cuello. La prisión está a cinco minutos en coche del Hospital Marin General, de modo que trasladaron allí a todos los guardias heridos. El traslado de los heridos lo realizaron tres cuerpos diferentes de policía, incluyendo la policía de carretera y los ayudantes del sheriff del Condado de Marin, fuertemente armados.
       Policías con rifles fueron apostados en el tejado del hospital. También los había en los pasillos, desde donde indicaban mediante gestos a los pacientes y a las visitas que regresaran a su habitación.
       Cuando me sacaron del posoperatorio, a última hora del día, vendada desde la cintura hasta los tobillos, tres policías y un sheriff armado me cachearon.
       En las noticias de aquella noche, mostraron algunas imágenes del motín. Sacaron a mi cirujano hablando con los periodistas, a los que indicaba, con un dedo en la garganta, cómo le había salvado la vida a uno de los guardias cosiéndole una brecha que iba de oreja a oreja.
       Lo vi en la televisión y, dado que se trataba de mi médico, que los pacientes del hospital estamos ensimismados y que yo estaba drogada, pensé que el cirujano hablaba de mí. Pensé que decía: «Bueno, ella ha muerto. Se lo estoy comunicando en su propia cama».
       La psiquiatra que me atendió a petición del cirujano me aseguró que esa sensación era normal. Me dijo que las víctimas de un trauma no asimilado creen a menudo que están muertas y que no lo saben.
       Los grandes tiburones blancos que se deslizan por las aguas cercanas a mi casa atacan de una a siete personas al año. Su presa principal es el abulón. Teniendo en cuenta que el medio kilo de abulón cuesta treinta y cinco dólares, y que su precio sigue subiendo, el Ministerio de Pesca confía en que los ataques de tiburones no merme la población de abulones.


Un comentario en «Sobre “La Cosecha” de Amy Hempel»

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