Miro en los cajones, por si están ahí, pero nada. Entonces me quedo de pie en la cocina esperando para llenar una estúpida taza de café instantáneo. El mismo que siempre hemos tomado. Ese que hacías porque al papá le gustaba. De un tiempo a esta parte ya no sé qué es lo que haces, ni dónde vas o lo que piensas; ni siquiera si existes. 

Te recuerdo en un día soleado. Un verano del 98 tomando sol en Reñaca cuando yo apenas tenía diez años y tú cuarenta y uno. Las pequeñas conversaciones que teníamos, esas que por aquel entonces se me hacían enormes, inabarcables, que me remitían a lugares mágicos o imposibles. Esas mismas que a veces pienso todavía tenemos. Solo que dimos vuelta los roles. Y yo no tengo tu paciencia.

Me siento en el sofá, esperando que no me llames, que no grites mi nombre. O el que hoy creas que es mi nombre. Cierro los ojos esperando borrar de la realidad todo atisbo de mueble, de cuadro, todas esas fotografías que cuelgan en tus muros amarillentos. Tus alfombras y tus libros. Quiero que todo se pinte negro, como la canción de los Rolling Stones que escuchábamos cuando era una adolescente y todo parecía seguir el guion absurdo de una película. Entonces cada salida era tan alegre como dolorosa y fui cargando mi tiempo de experiencias, de cosas, de afectos que devenían en despedidas y terminaban por confundirse en pequeños compartimentos donde la inocencia y la expectativa convivían hasta acabar en cinismo. Todo ese contraste de cosas que no sé explicarte y que de todas formas no entenderías. Ni ahora ni nunca. 

Nos recuerdo en el auto del papá camino a la playa. Yo sentada mirando la ruta, los coches que nos pasaban, los campos con vacas que íbamos dejando atrás y el olor a bosta que parecía impregnarse sobre la tela de los asientos. El papá cantando Luis Miguel y tú mirando cada cierto rato hacia atrás, dirigiéndome una sonrisa con tus labios y ojos. A mi lado las toallas y el bolso enorme donde guardabas las cosas para comer. Preguntaba cuánto falta y tú siempre me respondías que una hora. Yo pensaba que los minutos transcurrían distintos dentro del auto. Creía que a lo mejor al ir tan rápido los segundos pasaban más lentos. Entonces podríamos haber estado por siempre esperando una hora más para llegar a cualquier lado.

Quisiera preguntarte dónde los dejaste. También por qué los escondiste. Aunque a estas alturas también me pregunto si vale la pena seguir dándote remedios. A lo mejor tú entiendes algo que ni yo ni la ciencia podríamos comprender. Tal vez es tu propia mente la que se rebela, la que grita órdenes a tus brazos y piernas para que pongan las cajitas en algún rincón donde no se me ocurra buscar. Siempre fuiste buena para esconder las cosas, para ponerlas en algún lugar y no contarle nada a nadie. El papá se fue y jamás supo todo lo que te guardaste. ¿Valió la pena?   

Esta mañana llamó Natalia, mi compañera del colegio. Yo estaba buscando tus remedios cuando sonó el celular. Quería juntarse a tomar algo, a conversar de la vida. Dijo que se iba a casar de nuevo, con un ingeniero. Tuve que decirle que no podía, que no podía dejarte sola. Entonces hablamos de la vida, del colegio, de esa extraña época en que todo parecía falso y real a la vez. ¿Así te sientes? Me gustaría que conversáramos, pero no hay tiempo, hay que agendar otra hora al médico. Poner avisos para encontrar una enfermera.

Cuando llegábamos a Viña del Mar te quedabas parada un rato junto al auto, recibiendo la brisa en la cara, pasándote la lengua sobre los labios para sentir el sabor de la sal. A mí no me gustaba sentir la arena caliente metiéndose en mis sandalias, lo único que quería era que tendiéramos las toallas y recostarme, luego ir a jugar a la orilla donde la arena era blanda y húmeda. El papá iba y venía del auto mientras bajaba las cosas. A veces te veía de reojo y notaba cómo lo seguías en cada paso.

Recuerdo una vez que me llevaste al cine. Solo recuerdo esa, y seguro me llevaste cientos, pero esta vez fuimos a ver el Rey León y las dos terminamos llorando. Yo me abrazaba a ti, tirándote suavemente de la blusa, intentando retener ese momento previo a las lágrimas. Ese que ya había pasado, pero los niños no entienden de dejar ir. Nadie en realidad.

Creo que los metiste en el cajón de los cubiertos. O en la despensa. A este departamento ya no le quedan escondites. Ni animales, ni niños. Casi no le queda nada. Apenas un montón de cosas anotadas con tu letra en ese diario que te hicieron llevar. A veces lo leo. En un principio me daba una pena enorme, casi tanta que te miraba de reojo y no sabía si correr a abrazarte o dejarte tranquila para que disfrutaras ese tiempo. Porque entonces aún te tenía, a intervalos, pero te tenía. Aunque uno nunca tiene a nadie en realidad, apenas si manejamos una idea vaporosa de propiedad que se diluye cada día un poquito más. Hasta quedar completamente aislados.

Pienso en ti un verano del 98 tomando sol en Reñaca. En el cielo adivinamos las formas de unas nubes: un dragón, una flor, un reloj como el del Tata. El papá grita a lo lejos y tú buscas el termo dentro de ese bolso enorme que parece contener el mundo. Lo abres y el aroma del café llena toda la playa. Ya nunca más volveremos a la playa, pero tal vez aún podemos tomarnos un café juntas otra vez.


Mauricio Rojas

Escribo un poco para escaparme y otro tanto para encontrarme. También para llenar esos vacíos y poner en duda todo aquello donde se presuma certeza. Por último, escribo por contradicción, por impulso y por necesidad. En palabras de Lihn: “porque escribí estoy vivo”. Además de escribir, en Irredimibles coordino las publicaciones en Instagram.

2 comentario en ““Café instantáneo” por Mauricio Rojas”

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